Diego Caballo*
La burra en la que tantas veces se montaba mi madre para ir al pueblo, estaba preñada. Su barriga redonda y parda parecía que iba a explotar. Estaban a punto de cumplirse los doce meses que les ha marcado la naturaleza a estos animales para tener hijos.
A mi padre no le gustaba demasiado la idea de que pariese un burranco. No se cotizaba apenas y tampoco tenía necesidad de él, o de ella, si era hembra. Hubiera sido mejor un mulo o mulilla, esos sí valían sus buenas perras en las ferias de ganado. Pero el mulillo nace cuando la burra se ha cruzado con un caballo. Si ha sido con un burro, como era el caso, no había remedio.