Hoy voy a verla de nuevo, como tantas veces desde hace ya muchos años. Demasiados años de amistad sin interrupciones. ¿Sin interrupciones ?. Quizás existió una interrupción ¿O fue la consagración ? ¿O el punto de partida ?... ¿Fue lo que nos unió para siempre ?.

         Madrid al final del otoño, en la antesala de la Navidad y del invierno. Madrid en mitad de la alegría y de la tristeza. Risas y risas. Alegres y sinceras. Tristes y fingidas... Luces artificiales para adornar el ocaso gris y frío... Todo esto, una vez más, duele y trae recuerdos, quizás demasiados ; quizás este momento condense toda una vida. Navidad, Natividad... Mejor dejar que los recuerdos duerman. Y siguió caminando.

 

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         Miguel, a pesar del frío, sintió que le molestaba la bufanda, blanca de lana fina y suave, y el chaquetón, negro, acolchado y relleno de plumas. Aflojó un poco el nudo de la corbata y tras coger de nuevo la bolsa que había dejado en el suelo, siguió caminando en dirección a la boca de metro más cercana : Ríos Rosas. La bolsa dejaba asomar el cuello de una botella de vino tinto, gran reserva, de las bodegas de Torremilanos, en la Ribera del Duero. Y de nuevo volvió a los recuerdos que había intentado apartar hacía sólo un instante.

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         El andén, como en aquella ocasión, estaba saturado de gente inquieta y con prisas, como casi toda la gente de las grandes capitales.

         Aquel día, además de dos bolsas, una con una botella de vino y otra con dos libros de relatos cortos, llevaba una planta verde y roja, de Pascua, que intentó proteger en el vagón de cola del metro al que subió en el último instante. Dio la espalda, si existe dar la espalda en el metro ; se apartó todo lo que pudo de la puerta, elevó la planta hasta su pecho con una mano mientras que con la otra sujetaba las dos bolsas restantes, por lo que no le quedaba mano para agarrarse.

         En sólo cuatro estaciones había alcanzado su destino. Diez minutos. Cinco minutos cada dos estaciones, que no era lo mismo que dos minutos y medio cada estación. Salió a la calle, respiró un viento helado, espeso y macilento, ajustó la corbata al cuello de su camisa y siguió caminando. Sin cambiar de acera, ni las bolsas de mano, llegó al portal. Y llamó al telefonillo simple y desdibujado, que tantos dedos, tantas veces, habían pulsado. Identificó a la voz suave de Micaela, que había preguntado quién era.

         Ya en el portal, y antes de empezar a subir las escaleras, de peldaños blancos y suaves, con pasamano de madera tantas veces barnizada, hizo una pequeña pausa y respiró con tranquilidad. Sabía que los cuatro pisos le fatigarían un poco, pero no quería que se confundiera el pequeño cansancio con nerviosismo.

         Antes de subir los últimos tres peldaños apareció ella en la puerta. Una puerta antigua de mirilla original y antigua, que daba paso a un holl cuadrado y confortable poco habitado de muebles. Y después otra puerta, que conducía al salón y a un pasillo, y a otra pequeña salita, y a la cocina, sin puerta, que se asomaba a la terraza por una ventana grande y casi despejada de cortina.

         La comida estaba casi lista. Miguel llegó al último ritual, cuando Micaela se lavaba las manos de nuevo antes de mezclar todos los ingredientes de la ensalada.

         - Están limpias, pero hay que lavárselas de nuevo. Forma parte de la receta, y le dirigió una sonrisa que puso al descubierto unos dientes blancos, uniformes, sanos y casi perfectos.

         La ensalada, compuesta de perejil, trigo, dátiles y tomates diminutos, acababa de quedar aliñada y lista para servir.

         Al otro plato, de origen brasileño, que ella probó en presencia de Miguel, le quedaba aún unos minutos.  

         - Ya casi está. Y derramó una pizca más de picante y de sal sobre la olla de acero inoxidable, que despedía un vaho criollo, agradable y aromático.

         Miguel abrió una botella de vino tinto Cune, de La Rioja. Y una vez más hizo el comentario que hacía siempre que abría una botella de esta marca :

- Cune no significa nada. Han cambiado la uve por una u para que sea pronunciable, pero en realidad estas siglas significan, tendrían que significar, Cooperativa Vinícola del Norte de España (Cvne).

         Le pareció un vino correcto para acompañar a los aperitivos que estaban a punto de empezar a degustar.

         Sirvió dos copas. Brindaron y tras coger un canapé de jamón se dirigió al salón. Encendió un cigarrillo y salió a la terraza, amplia y soleada, que permitía ver los tejados de los edificios de enfrente. Se veían más terrazas, y ropa tendida, pero sobre todo antenas. Antenas altas y bajas, redondas y en forma de cruz. Con mástiles brillantes y tira-vientos que las mantenían erguidas y firmes. Decena de antenas que captaban las señales que mandaban los diferentes repetidores.

         En cada casa entran miles de señales, de informaciones, de consignas, de mensajes, de unificación al fin. Y Las imágenes, que son las conciencias que despiertan a los sentidos que, a veces,   tras la primera alarma, se vuelven a dormir.

         Miguel tenía en sus manos “El libro de los abrazos”, de Eduardo Galeano, que había tomado de la estantería, pero lo dejó de inmediato en su sitio al oír la voz de Micaela, que lo reclamaba en la cocina.

         El inicio, no premeditado, quizás apareció en una mirada. Fue el instante  exacto que separa la luz de la ceguera. Ninguno de los dos se lo habían planteado jamás, o tal vez  sólo existió como algo hipotético que nunca se daría.

         El leve roce de sus labios con los dedos que sostenían el canapé cuando él se lo acercó a la boca, puso en ebullición el fuego guardado en las entrañas de ambos desde hacía mucho tiempo, desde siempre. Algo silencioso, desconocido, fortuito, limpio.

         El aperitivo, diminuto y culpable, cayó al suelo y se permitió esparcir por el suelo las bolitas negras, redondas y sabrosas, sucedáneas del caviar. Con una mano rodeó suavemente su cintura, fina, desprotegida. Con la otra, volvió a rozar de nuevo sus labios. Uno y otro. El dedo pulgar rozó a ambos a la vez mientras el resto de la mano acariciaba su mejilla y parte de su cuello. Luego apenas la besó. Una descarga eléctrica, potente y desigual, despegó y fundió ambas bocas más de una vez. El beso largo, mortal y limpio acabó en el momento exacto en el que se les hacía imposible respirar.

         Salieron de la cocina sin soltarse. Fundidos por las manos y por una mirada que nunca llegarían a entender. Luego, las manos de él tocaron sus pechos a través del sueter color crema. Sin prisa, como una caricia que se prolonga en el tiempo que no existe, fue deslizando la tela hacia arriba. Las manos en sus pechos. Los pechos entre sus manos. Tentadores, con pezones erectos y desafiantes. La cabeza de Miguel bajó justo hasta que su boca acariciara primero a uno y después al otro. Dos montañas mínimas, no demasiado tersas pero cálidas y suaves como las nubes de sus sueños. Los sueños de ambos.

         Las manos de Miguel, poco expertas, nerviosas y torpes como las de un adolescente, habían logrado deshacerse  del sujetador y del sueter, que quedaron tendidos en el suelo del pasillo como una pintura surrealista.

         Al alcanzar el sofá, ancho y despejado de cojines, los dos volvieron a mirarse sin entender nada. Apenas si le había dado tiempo a quitarse la corbata y abrirse la camisa. Los besos se sucedían como destellos de amanecer. Apagaban la lucidez de ambos y encendían cada vez más una pasión desconocida. Ligeramente inclinado sobre ella, con la camisa ya desabotonada del todo, se rozaron de cintura para arriba. Fue una nueva sensación. Ella entreabrió ligeramente la boca y gimió  casi en susurro. La mano derecha de Miguel sostenía su espalda ; sus labios bajaron de la boca al cuello y del cuello a los senos, blancos, de terciopelo, abiertos. Su otra mano había empezado a deslizarse silenciosa por entre los muslos. Las piernas estaban juntas pero no forzadas. El placer repartido entre los dedos era infinito y aumentaba a medida que presentían la cercanía del final, del principio, del fin.

         Rozó la tela blanca y húmeda y notó la hendidura palpitante. Sus dedos índice y medio se abrieron paso por un lado para entrar suavemente en el cielo. Al entrar y salir arrancaban suspiros entrecortados. Luego, mojados y transparentes, acariciaron el clítoris justo en el instante en el que ella le ofreció su alma en un suspiro que la dejó sin aliento.

         Quietos. Sin hablar. Sin apenas moverse, terminaron de desnudarse. Toda la ternura acumulada, toda la sensibilidad que habían disfrutado sin que existiera el mínimo roce, toda la intuición y los sueños, que son dueños de los amaneceres, se manifestó al poner la comisura de los labios, su media cara y su oído derecho sobre su vientre.

         El monte de Venus, desafiante, único y misterioso ; el que jamás llegará conocer ni escalar el hombre ; el que encierra todos los misterios de la naturaleza, se fue acercando lentamente abrasándolo con su aliento.

         Las manos de ella, encendidas, suaves y cómplices, acariciaron su espalda, su cuello, su pelo. El sintió toda la sensibilidad del universo concentrada en la punta de los dedos, y un instante después, eterno y único, se sintió protagonista del delirio.

         La literatura, la poca literatura erótica que conocía, su propia experiencia sexual y los instantes que había disfrutado hasta ahora, escasos y mínimos, no le habían descrito nunca ni le habían hecho sentir que el mundo se acaba y empieza de nuevo si una lengua es depositaria de toda la ternura que cabe en la imaginación.

         Con el final de la tarde, cuando los tejados empezaban a volverse grises, cuando el ventanal abandonaba la luz y daba paso a una terraza invernal y huérfana, de plantas inexistentes, él y ella ; ella y él ; ambos, uno, ninguno, sincronizados en la misma milésima de segundo, llegaron hasta el cielo impulsados por un suspiro, un grito, un gemido, un orgasmo con licencia para matar que provenía de dos corazones que se fundieron en uno sólo.

 

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         Pulsó una tecla del portero automático y la voz de Micaela, tenue y cercana, se oyó al otro lado.

         Una vez en casa, en la casa de ella, a la que estaba invitado a compartir una tarde de lecturas mutuas, de película en el vídeo  o quizás un largo paseo tras la comida, como otras muchas veces, le entregó las bolsas y se  dirigió al salón.

         Cogió un libro-catálago de fotografías en blanco y negro de la estantería y al abrir por la primera página apareció una dedicatoria :

        

         “Gracias por tu magnífico ensayo. Y recuerda : Para vivir, en color ; para fotografiar, en blanco y negro...”

         ¿Vivir, fotografiar... ?. ¡Dios mío, soñar... !

         Justo cuando la voz empezaba a abrirse paso por entre sus labios, se oyó la de ella al fondo del pasillo :

         - ¿Miguel, hoy no piensas ayudarme ?. ¿Qué te pasa, estás soñando o esquivando el esfuerzo... ?.

         Y rió, como si le pusiera música a su risa, como si su risa no fuera música.

        

         Cuando ya se marchaba, Miguel le dejó una mirada de ternura y comprensión como regalo final por la velada. Ella cerró la puerta tras de si. Y le pasó un recuerdo por la imaginación, pero lo alejó de inmediato, como si no hubiera existido nunca, como si existiera siempre. 

        


©Copyright Diego Caballo

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