Diego Caballo*

 

La burra en la que tantas veces se montaba mi madre para ir al pueblo, estaba preñada. Su barriga redonda y parda parecía que iba a explotar. Estaban a punto de cumplirse los doce meses que les ha marcado la naturaleza a estos animales para tener hijos.

A mi padre no le gustaba demasiado la idea de que pariese un burranco. No se cotizaba apenas  y tampoco tenía necesidad de él, o de ella, si era hembra. Hubiera sido mejor un mulo o mulilla, esos sí valían sus buenas perras en las ferias de ganado. Pero el mulillo nace cuando la burra se ha cruzado con un caballo. Si ha sido con un burro, como era el caso, no había remedio.

 

Mi padre salió una mañana con ella para ayudarle a parir, y al poco tiempo volvieron los tres. El borriquillo hacía equilibrio sobre sus cuatro patitas que aún conservaban restos de placenta. Se tumbó en el suelo, cerca de la madre, y miró todo lo que había a su alrededor. El chozo en el que vivíamos estaba cerca. De él salía una columna de humo que se escapaba hacia el cielo llevándose el aroma de jara y encina que alimentaban la candela.

Sentí el deseo de ponerle un nombre, pero yo ni siquiera sabía que existía Platero ni si había nombres para ellos. Los burros son burros – decían en el pueblo - y han nacido para cargar leña, arar o llevar al amo montado sobre sus lomos.

Por la noche, en la cama, que compartía con mi abuela, me acordé de él y pensaba si estaría junto a su madre en el chozo donde se les encerraba junto a otros animales para guarnecerles del frío intenso que dejaba una capa de escarcha sobre la tierra. Me lo imaginaba hociqueando hasta encontrar la teta de la que succionar con fuerza el líquido tibio y dulce que le provocaría el sueño profundo en su cama de paja. Y la madre respiraría más aprisa para calentar la cuadra con su aliento.

A la mañana siguiente, mi padre, como siempre, se levantó temprano. Vistió su pantalón de pana y su pelliza y puso en movimiento a todos los animales, que le esperaban. Echó de comer a las gallinas, al cerdo, destinado a la matanza; ordeñó y soltó a las cabras, que nos brindaban la leche con que desayunar, y a veces con que cenar, y el queso que también hacía mi madre. Quesos grandes y pequeños que luego vendía en el pueblo. Los aros metálicos con que los hacía estaban limpios y relucientes colgados de un palo en el interior del chozo, ordenados por tamaño.

Cuqui, la perra con la que yo competía correteando en las mañana de frío, ladró varias veces al oír  las pisadas de mi padre, quien entró de nuevo en el aposento para encender la lumbre. Al hacer este menester siempre canturreaba en flamenco, pero hoy sólo se oía el chisporreteo que despedía la leña húmeda.

En seguida se levantó mi madre. Yo lo sabía por el sonido inequívoco del molinillo, que trituraba los granos de café mientras le daba vueltas a la manivela. Después, un olor penetrante nos sacaba de la cama a mi abuela y a mi y a mi hermana.

Los cuencos blancos estaban boca abajo encima de la mesa. Mi madre les iría dando la vuelta y vertiendo en ellos la mezcla justa de café y leche donde se migaría el pan duro. Después, las cucharas iban y venían deprisa del tazón a la boca y de la boca al tazón hasta que no quedaba nada.

II

Mi padre comentó algo respecto al borriquillo cuando yo ya estaba camino de la cuadra para verlo. Me pareció más bello. Incluso más bonito que el potrillo de Andrés, el vecino del molino de más arriba. Tenía los ojos grandes y negros. Sus orejas pequeñas formaban dos rectas paralelas orientadas hacia la puerta que yo acababa de abrir. Me dirigí a él para acariciarlo. Y entonces se puso de pie. Me dio una especie de trompada que supuse un saludo y sin apenas mirarme se fue a buscar la teta. La madre permanecía junto al pesebre mordisqueando los últimos trozos de pasto.

Al cabo de un rato, mi padre entro en la cuadra. Sacó a la madre y le puso una manea en sus patas delanteras. Esto lo hacía para que no pudiera ir demasiado lejos, ya que la cuerda trenzada de una pata a la otra la obligaba a dar los pasos muy cortos o avanzar levantando las dos patas delanteras a la vez, lo cual me imagino que la cansaría mucho.

Luego cogió al hijo y se fue con él en dirección al río. Cuando hubo avanzado un buen trecho el borriquillo que no tenía nombre miró hacia atrás. Yo estaba plantado en el llano que había cerca del chozo y quise gritarle un nombre, pero fue inútil. La madre lo miró con disimulo. Mantenía la cabeza agachada, y ni siquiera quiso espantar las moscas que mojaban sus patas en los lacrimales.

  • Este cuento fue publicado originalmente en la revista de creación y crítica ALOR NOVISIMO. Diputación Provincial. Badajoz. Abril/septiembre de 1988

        


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